El halcón de la revolución [Adam]

Se encontraba descansando en una banca de la plaza pública, intentando pensar en algo que no fuera su estomago comiéndose a sí mismo. Mantenía su mano sobre la boca, apartando la mirada de los puestos de comida. Había empacado su cartera cuando salió de Atenas a Kaus, sin embargo en uno de sus combates inesperados un enemigo quemó todo el dinero que cargaba con su persona.

Estaba bastante irritado ya que ni siquiera la alcanzaba para comprarse una miserable galleta de avena. Las personas que pasaban cerca de la banca lo confundían con un vagabundo debido a la capa raída que vestía. Se cruzó de brazos, ignorando las miradas ajenas. Lo único que tenía que hacer era esperar un par de horas para restaurar energías. En cuando el agotamiento pasara podría irse al Río Styx y comer algo.

El tiempo estaba pasando demasiado lento para el Santo de Halcón, y las murmuraciones que escuchaba no hacían que los minutos transcurrieran con mayor velocidad. Se seguía preguntando si algún soldado enemigo se atrevería a atacarlo a plena luz del día. No creía que existieran oponentes tan tontos como para causar alboroto en público.

Un niño pequeño se acercó al encapotado, acariciándole la rodilla para llamar su atención. El enano no tenía más de ocho años y tenía un emparedado que trozó a la mitad, ofreciéndole un pedazo a Sean. El pequeño se sentó a su lado, como si esperara que el santo aceptara la comida.

El estomago de Sean hacía tanto ruido que no podía ocultarle su hambre al niño. Después de varios minutos, le dio una mordida al sándwich cuando no lo estaba mirando. Era lo primero que caía en su estomago desde la noche anterior.

-Gracias…- Le dijo el Santo de Halcón al niño sin siquiera mirarlo. El pequeño se alegró sin decir una sola palabra, corriendo hacia un grupo de niños que parecían estarlo esperando.

-Espera…- dijo Sean con los ojos ardiendo por la ira, siguiendo al extraño lentamente. Lo único que lo movía era su cosmos. Estaba derrotado y detestaba tener que depender de otra persona, pero al darse cuenta de que no podía dar un paso más se vio en la horrible necesidad de pedirle otro favor al hombre. Quería cerrar la boca y dejarlo marchar, sin embargo se trataba de un aliado, alguien a quien no podía dejar pasar solamente porque se sintiera incomodo con la situación. Era la persona más indicada para pedirle el favor que estaba pensando. -¿Puedes… puedes… demonios, no puedo hacerlo- dijo a regañadientes, con la cara completamente roja por la vergüenza.

-¿Puedes llevarme a Styx? Si eres un aliado de Athena debes conocer el camino para llegar ahí. En mis condiciones no puedo llegar por mis propios medios. No me encanta la idea de pedirte un favor, pero te juro que te lo pagaré de algún modo, odio deberle favores a la gente- tras decir eso Sean cayó de rodillas, arrastrándose hacia el hombre. Sus piernas ya no dolían pero sentía que había perdido la conexión con ellas. Se quedó por unos momentos con la cabeza apoyada en el pavimento, sintiéndose humillado. Podía escuchar murmuraciones alrededor de su cuerpo pero se limitó a ignorarlas.

No podía ver al mayor, así que no sabía si éste se había marchado dejándolo abandonado a su suerte o si seguía parado delante, meditando si le convenía hacerle un favor a un pobre santo que no era capaz de comer por sí mismo. Sean se mordió el labio inferior con fuerza, dejando que los cabellos desordenados ocultaran su mirada. Era mejor así. Se consolaba pensando que tarde o temprano recuperaría su fuerza y podría marcharse por su cuenta. No necesitaba de ayuda. Intentaba convencerse de ello para no sentirse mal porque lo habían abandonado en la calle.